No suelo contestar números desconocidos. Siempre son teleoperadores que te enamoran diciéndote que por ser un cliente muy especial has ganado algún beneficio extra. Todo eso es una artimaña para quitarte dinero. Sé que podría responder la llamada y gritarles: “ya no me jodan con su tarjeta oro hijos de puta”. Pero no puedo. Es como una mezcla de cobardía y empatía. Los operarios telefónicos trabajan por comisiones y decirles no significaba dejarlos sin comer un día, tal vez. No puedo con ese cargo de conciencia. Eso me ha llevado a tener dos líneas de teléfono, un seguro contra el cáncer y sacar un préstamo que no necesitaba. Dejo que la contestadora se ocupe del trabajo sucio.
Me quedo inmovil, sin contestar, observando como mi celular vibra sobre mi escritorio. Trato de adivinar quién podría ser. Por lo general no tengo muchas llamadas. En estos días si alguien me quiere decir algo siempre es por mensajes de WhatsApp. Me resulta curioso que el número que se refleja en la pantalla tenga más de los números usuales que usan las centrales telefónicas. Este más parece un número personal. Son nueve números que trato de descifrar entre mis recuerdos. Sin éxito dejo que el número se extinga.
Aunque trato de seguir con mi vida diaria, en un segundo plano mi mente aún está preguntándose quién podría ser la persona que por alguna razón me llamó. Una de mis teorías es que sea una nueva estrategia de las empresas de telecomunicaciones. Como ya no les contesto sus número genéricos estaban probando una estrategia más personalizada. Eso debía ser. ¿Si no qué? Mi terquedad me hizo desbloquear el teléfono, copiar los dígitos en una búsqueda de Google y presionar enter. Saltaron muchos resultados para mi sorpresa. La mayoría son páginas que llevan registro de diferentes números y los califican por seguras o peligrosas. Me hice una nota para revisar luego cómo funcionaban. Sin embargo, no encontré un resultado claro con este número en cuestión.
Pero sí descubrí un artículo que ofrecía tips para poder descubrir el propietario de algún número. Lo leí rápidamente y me recomendaba buscar ese mismo número en redes sociales como Facebook. Las personas a veces asociaban de manera pública su número personal. Me advertía igual que cada vez eran menos los usuarios que lo hacían. Yo en lo personal no recuerdo haber asociado mi número a ninguna red social. ¿Se imaginan tener algún teleoperador de Facebook que me quiera cobrar por publicar? Apuesto que acabaría pagando y no usaría el servicio. Si casi ni lo uso ahora que es gratis, de paga mucho menos.
Sin muchas ilusiones abrí una pestaña nueva y entré a mi cuenta. Tenía algunas notificaciones sobre grupos de intercambio de libros a los que pertenezco y otro sobre discusiones respecto a las películas de Star Wars. Hice otra nota mental de salirme de este último, siempre había peleas sin sentido sobre qué trilogía es mejor. Desconfío mucho de los que no creen que fue la primera. Por primera me refiero a la fecha de grabación y no por la cronología de la historia.
Voy ingresando los números mientras que analizo todo el tiempo que estoy perdiendo y que podría estar invirtiendo en terminar todos mis pendientes laborales y acabar más temprano hoy. ¡Pero no! Aquí me ven obsesionado por encontrar al dueño o dueña de esta llamada perdida. Cuando aplasto la tecla entrecierro los ojos.
¡Qué tonto soy! Tengo un poco de miedo de lo que me voy a encontrar. Tal vez solo sea una pantalla en blanco y una frase: “no se encontraron resultados relacionados, intente con otro término”. Pero igual me embarga un nerviosismo sin sentido. Entreabro los ojos, pero solo un par de milímetros. Todo se veía borroso.
No seas un huevonazo, me dije, es solo un maldito número.
Me propuse abrirlos a la cuenta de tres.
Uno, o sea ¿qué de malo iba a pasar?
Dos, a veces no entiendo mi curiosidad, sobre todo cuando se mezcla con mi terquedad. Con mis ganas de saber todo y tener una respuesta de todo. Me suelen agobiar y en otros momentos como este me suelen dar ataques de nervios mezclados con excitación. Son mezclas raras.
Tres. Los abro y encuentro un solo resultado. A una persona que no pensé volver a ver nunca, ni por error, ni por curiosidad, ni en sueños. No podía encontrar motivo alguno por el que él me hubiera llamado.
Podría ser cualquier otro Gabriel Castillo, pero sabía que era el mismo chico de secundaria. Teníamos un par de amigos en común. Recordaba de manera poco precisa las facciones de su cara, pero cuando vi su foto de perfil definitivamente era él. Dudé por un segundo darle click en el resultado porque tenía miedo de que le llegase alguna notificación de que había hurgado en su perfil de Facebook. ¿Por qué me llamaría Gabriel? ¿Es que acaso sería uno de los asesores a los que nunca contesto? ¿Debería sentir culpa por no haberle contestado a un viejo compañero de colegio y ayudarle a llegar a su meta para el bono del mes? Tal vez debería devolverle la llamada, obviamente sin decirle que ya sé quien es.
Casi siempre se presentan por su nombre y ahí sabría que es él. Entonces preguntaría si también había asistido a la secundaria del colegio naval durante el 2000 y el 2004. Seguro me diría que sí y recordaríamos alguno de los momentos que vivimos durante esa época. No recuerdo que tengamos alguno pero creo que es por mi mala memoria. Él diría alguna y yo solo le seguiría la corriente. Dejaría que me ofreciera su producto o beneficio y le diría: “sí claro anótame dos”. Es como cuando compras alguna rifa pro-salud de algún familiar. En esta época ayudar a alguien es importante, me recalco, sobre todo si es un viejo conocido.
Con el pecho inflado de altruismo coloco el número en mi teléfono y presiono el botón verde. Escucho los pitidos de la llamada. No me gusta hablar por teléfono y estos sonidos me hacen sentir muy ansioso. Estoy teniendo segundos pensamientos en si esto es una buena idea, si es que tal vez me estuviese presentando como un maldito acosador. En parte lo era porque había googleado el número. Eso es como espiar por una ventana en una casa ajena en el siglo 21. ¿No? ¿O estoy siendo exagerado?
Cuando estaba por terminar con esta locura y optar por dejarle una llamada perdida para que él luego me la devuelva, escuché una voz al otro lado de la línea.
—¿Aló? —pregunta la voz de quien sería Gabirel. Busco en mis recuerdos de manera estúpida si recordaba su tono de voz. Pero caigo en la cuenta de que la edad puede que le haya hecho un cambio considerable en ese aspecto.
—Hola G… —empiezo a decir su nombre.
¡Qué pelotudo eres! Me recriminé.
Aún estaba a tiempo. Solo había soltado ese sonido gutural de la Ggg. No había soltado los siguientes fonemas. Piensa en algo, rápido, en algo que pueda encajar dentro de esa oración que comience con una “g”.
—-..uenas tardes —¿“Guenas” tardes? ¿Qué rayos es “guenas”? Debía seguir no podía dejar esta conversación en silencio—. Recibí una llamada de este número.
—¿Josue Farías?
—Sí, él habla.
Me recuerda, seguro que sí me recuerda. Solo me queda seguir mi plan inicial. Presentación, recuerdo, oferta y aceptar todo lo que sea necesario.
—Te habla Gabriel. Gabriel Castillo.
Hay una pausa después de esto.
Primero pensé que se había cortado la llamada pero di un vistazo rápido y comprobé que seguía en línea. Este es el momento donde me dices que llamas de parte del Banco Ahorrador y que me quieres ofrecer una promoción única y que no se va repetir nunca.
—Ajá —atino a decir para llenar ese silencio corto.
—No sé si te acuerdas de mí.
Ok, hubo un intercambio en el orden de la interacción, pero creo todavía puedo manejar la situación. Puedo salir de esto ileso y seguir siendo el héroe de los teleoperadores.
—Castillo… Castillo —repito con una actuación muy mala —¿Ibas a la secundaria del colegio naval?
—Sí, sí.
Una vez más espero que diga algo extra.
¡Vamos Gabriel tú eres el interesado ponle un poco de esfuerzo a la venta!
—Claro que me acuerdo de ti.
—¡Vaya sorpresa! Pensé que sería más difícil, casi ni hablábamos.
No vi venir eso. Si no recordaba alguna conversación relevante con este chico era porque nunca tuvimos una. No recuerdo casi nada de la secundaria. Salvo a Rodrigo con quien a veces hablamos por videollamadas porque se mudó a Madrid hace cinco años.
—Oh
Solo solté eso, nada más que una expresión de reacción. Mi guión elaborado estaba siendo un completo fiasco.
—Descuida, no he querido hacerte algún reclamo.
—Perdona, no tengo muy buena memoria. ¿Pero en qué puedo ayudarte?
Mi última pregunta la formulé con la intención de cortar con esta payasada mía. ¡Vamos ofréceme algo y yo lo pago!. Aunque con esta actitud estás ganándote ser el primero al que le diga: “Ahora no, gracias.”
—Ya había echado por la borda todo el valor que había acumulado cuando no me respondiste. No pensé que me devolvieras la llamada.
—¿No debí? Lo siento, si quieres no hay problema y cuelgo.
—Debe ser cosa del destino, tal vez.
—¿Cómo una profecía, así?
—No sé, tal vez. Pero solo quería…
Otra vez no dice nada, solo escucho su pesada respiración. Parecía como si se estuviese presionando para seguir hablando. ¿Sería el cansancio? ¿Cuántas personas debe llamar un teleoperador al día? ¿cincuenta? ¿cien? Tal vez más.
—¿Estás bien?
—Sí.
—No sé qué estás vendiendo, pero si no puedes hablar ahora no hay problema. Puedo llevarme dos de lo que sea que me vayas a ofrecer.
Eso puede subirle el ánimo o darle fuerzas, pensé.
—¿Cómo?
—Que si me vas a vender algo no es necesario que me hagas todo el speech, puedo comprar dos.
Cuando escucho su risa por el auricular me siento confundido.
—Lamento decepcionarte pero no tengo nada que venderte hoy.
—¿Ah, sí? —me siento bastante avergonzado, se me acelera el pulso.
Debería colgar y bloquear su número para no volver a cruzarme con Gabriel nunca más y recordar el papelón que hice por teléfono. Por cosas como estas odio las comunicación de voz. No puedo leer expresiones corporales ni faciales que me permitan entender los mensajes o las intenciones de los emisores.
—Tal vez no debí llamarte o tal vez sí —divaga como si se lo dijera a él mismo y no a mí.
—Lo siento Gabriel, creí que eras uno de esos teleoperadores.
—Leí un artículo tuyo —confiesa de pronto.
Eso no me dice nada, porque he escrito muchos artículos en diferentes lugares.
—¡Qué honor! —suelto sin saber qué otra cosa podría decir que elimine el sinsabor que me acaba de dejar la incómoda situación.
—Sí, sí no sabía que eras escritor.
—Periodista realmente —le corrijo como un acto reflejo—. No sé si sea escritor.
—Pero escribes por profesión, ¿cierto?
—Sí, eso hago.
—¿Entonces eso no te hace un escritor?
—En ese sentido de la palabra puede que sí, pero por lo general es un sustantivo asociado a la literatura. No escribo ficción.
—Bueno, entonces lo vuelvo a decir. No sabía que eras periodista.
—Algunos dicen que soy escritor —le digo en broma.
Él se ríe y yo me río. Me siento un poco más calmado.
—Cuando vi tu foto me acordé de ti. No has cambiado mucho que digamos.
Tú tampoco quise decirle pero él no sabía que ya había visto su foto de su perfil de Facebook. No podía caer en la misma trampa dos veces.
—Ahora tengo una cicatriz en la frente, me la hice cuando estaba en la universidad. Es pequeña pero ahí está.
—Yo me rompí el brazo en la universidad. Tengo una cicatriz más grande. Me tuvieron que clavar el hueso y todo.
Me estremecí ante la idea grotesca de un hueso siendo martillado.
—No es una competencia Castillo.
—No para nada. En fin. Realmente llamé porque leí tu artículo de aceptación sexual. Mi terapeuta me lo recomendó. Fue muy curioso que cuando terminé de leer esas siete hojas, donde hablas de tu autodescubrimiento, vi tu rostro, con algunos años encima claro, y recordé el beso que nos dimos en una de esas partidas de botella borracha.
¿Había besado a Gabriel? No lo recordaba y si lo había hecho debió ser como parte de los retos adolescentes que teníamos cuando ya andábamos muy borrachos.
—Curioso —siguió él —porque ese beso es el núcleo de mis problemas de autodefinición según mi terapeuta.
—Yo no lo recuerdo, lo siento.
—No estoy reclamando. No te disculpes Farías.
—Lo siento.
—¡Ahí va otra vez!
—Perdón —bromeé.
Nos volvimos a reír como si fuéramos dos viejos amigos, cuando realmente solo fuimos dos extraños que coexistimos en un mismo espacio geográfico durante algunos años.
—Yo recuerdo la mezcla de la cerveza y la sandía.
—¡Sí, en esa época usaba un protector labial de ese sabor!
—Tal cual, recuerdo que me sentí raro y dije que quería ir al baño.
—Me viene una imagen a la cabeza, todos creían que ibas a vomitar.
—Realmente quería ocultar mi erección.
Me quedé en silencio porque era una revelación muy personal. ¿Había sido yo el que ocasionó que Gabriel tuviera problemas de identidad? ¡Esto es mucho peor que contestar a un teleoperador!
—No sé en qué podría ayudarte —digo con cierto miedo de no saber cómo conducir la conversación. Me estaba costando sobremanera elegir las palabras correctas o el tono de voz indicado en situaciones como estas. Pero nunca había pasado por algo similar.
—En nada solo quería escuchar tu voz.
Esto no estaba bien.
—Yo…
—Es lo más acosador que he dicho en mucho tiempo —suelta una risa tonta—. No quise sonar así. Eso es todo de hecho, solo quería escucharla y colgar.
—Disculpa que insista pero no sé cómo poder ayudarte.
—No hay forma en la que puedas.
—No ha sido mi intención ocasionar todo eso, estaba borracho. Estábamos borrachos todos—. ¿Me estaba disculpando por algo que ni recordaba haber hecho? Reorganizaba mis recuerdos para esclarecer lo mejor posible esa noche en la que nos besamos como parte de un reto. Pero mucha información se había perdido. Había sido reemplazada por hechos de películas que tal vez nunca usaré—. Creo que debo irme.
—No he querido recriminarte. No es mi intención, solo que es muy difícil esto. Estuve a punto de casarme hace un mes y ahora estoy aquí medio destruido sin saber quien soy.
¿Podía dejarlo así? Colgar y hacer como si esto nunca hubiese pasado. Si no podía vivir con el cargo de consciencia que un teleoperador no tuviera para su desayuno del día siguiente. ¿Era capaz de dejarlo en ese estado?
—No hay una respuesta definitiva Gabriel. Somos un conjunto de errores y aciertos. Solo debemos aceptarlo. Es lo más difícil pero no es imposible.
—¿Qué pasa cuando no hay aciertos?
—Siempre hay uno. Tal vez esta llamada puede ser una.
Escucho que está llorando, escucho como soba algo contra su cara para limpiar sus lágrimas. Quisiera ver su expresión. Quisiera estar a su lado para abrazarlo y decirle. Todo va estar bien. Aún sabiendo que es una afirmación poco segura. Porque son posibilidades muy inestables.
—Ha sido bonito hablar contigo, admiro todo lo que has hecho. Eres como una celebridad.
—Ha sido un reencuentro agradable Gabriel. No creo que sea una celebridad. Solo un ser humano con las palabras indicadas. A veces también me siento mal. No está mal eso de estar mal.
—Es lo que dice mi terapeuta.
—Tienes suerte de tenerlo.
—Eso puede ser un acierto entonces.
—¡Ya tienes dos!
Sonará jalado de los pelos pero puedo proyectarlo sonriendo al otro lado, a pesar de que no lo esté mirando sé que he podido regalarle una sonrisa. ¿Es suficiente?
—Bueno te dejo.
—Adiós.
—Cuídate.
—Igual tú.
Pero no cuelgo, no lo hago porque quiero esperar que sea él quien lo haga y no sentir la culpa encima. Deshacerme de cualquier daño colateral que provocará esta llamada. Tengo las manos atadas y lo mejor que podía hacer era un par de frases motivadoras. Dentro de mí soy consciente que las oraciones para subir el ánimo son solo analgésicos temporales para el dolor.
Aún escucho su respiración. Está ahí esperando que yo sea quien jale el gatillo.
—¿Sigues ahí? —le pregunto con voz baja.
—Sí —confiesa tímidamente.
—Puedes no colgar si quieres. ¿Quieres?
—Quiero.
Miro rápidamente mi listado de pendientes que había escrito en la pizarra sobre la pantalla del monitor de mi computadora. Todo se vuelve tan irrelevante. ¿El mundo dejará de funcionar si no hago todas esas cosas? ¿Seré una mejor persona si termino todo en tiempo record? No.
—¿Te sientes un poco mejor?
—Poco —dice él con algo más de seguridad.
—Eso es mejor que un no.
—Mucho mejor que cualquier otra cosa que me haya pasado en la vida.
Comencé la llamada con la intención de salvar a alguien pero nunca pensé que sería una acción a tal escala. Tampoco que hablaríamos ignorando como el sol se ocultaba entre los techos de las casas vecinas hasta ver cómo volvía a salir sobre ellas la mañana siguiente.