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    Año nuevo

    La mañana de año nuevo encontré a mi hermano muerto frente al televisor prendido. El canal de música transmitía una música lenta y la voz grave de Johnny Cash.  Esa escalofriante voz que me persiguió por años a través de mis pesadillas. Evocando la imagen de mi hermano sentado con la cabeza apoyada en su hombro derecho y los ojos sin vida. Me quedé inmovil frente al rígido cuerpo, y entre todas las cosas que se me vinieron a la cabeza, lo que más recuerdo fue comprender que esa sensación de reinicio, producto de un nuevo año, es solo un analgésico ante el doloroso paso del tiempo. El imparable y destructivo tiempo. 

    Luego de esa pastrulada mental y poco oportuna, caí de rodillas a su lado. Empecé a moverlo, tal vez si lo sacudía lo necesario se pondría de pie. No pasó nada, nada cambió mientras lloraba con la voz del viejo Johnny de fondo. 

    Cambiamos las prendas de color amarillo por trajes negros, el chocolate caliente por tazas de café, las felicidades por pe´sames y uestro propísitos para aquel año se esfumaron juntos a las cenizas de Daniel.

    Los siguientes meses parecían años lentos y agonizantes. Los días se aferraban a la puesta del sol y parecían los mismos. Nos habíamos introducido involuntariamente en una rutina de dolor. Mi madre casi nunca salía de su cuarto y mi padre, quien ahora dormía en la sala, no volvía hasta entrada la noche. Dejaba a un lado su maletín, se desabrochaba un poco la corbata mientras que con la mano libre se llevaba la botella de vino a la boca. Se sentaba en el mismo mueble donde mi hermano dejó la vida y comenzaba a llorar como un niño. Las primeras veces intentaba acercarme y tranquilizarlo pero siempre me mandaba a dormir. 

    Pasé muchas noches mirando el techo de mi habitación y comencé, prematuramente tal vez, a pensar mucho en la muerte. Contaba los días de manera regresiva hacia la muerte. Los días no pasaban, se agotaban. Mis cumpleaños no me emocionaban porque sentía mucha culpa de celebrar la vida entre tanta miseria.  Cuando me hacían soplar las velas del pastel y cerraba los ojos solo podía sentir la piel fría de Daniel y la cancioncita de fondo. Entonces mi ojos se humedecían  al ritmo del rasqueteo de las cuerdas de la guitarra. Deseaba con todo mi corazón que Daniel volviera de la muerte. Aunque sea un par de horas para que le dijera a mis padres que estaba bien y que podían reanudar sus vidas. Pero una vez el fuego extinto no pasaba nada. Todo seguía igual.

    Crecí pero mi vida social no maduró y me aislé del mundo porque sentía que en cualquier momento me iba a morir. Mi mamá fue diagnosticada con depresión y entró en una rutina de medicamentos que solo la hacían sentir peor. Mi papá podía pasar los fines de semana ebrio y distante. Si tu propia familia te deja de lado ¿qué puedes conseguir de las personas que no lo son? Creía con una seguridad única que las personas te hacen daño y es mejor si no las dejas entrar en tu vida.

    Dejé el instituto cuando cumplí dieciocho y me fui de casa. Había ahorrado algo de dinero y conseguido un poco más vendiendo algunas de mis cosas y las de mi hermano. Su habitación se había convertido en un depósito y nadie extrañaría sus cosas. Debajo de muchas cajas encontré su colección de discos y vinilos. Todo lo vendí menos el de la canción. Grabado en un disco de vinilo de siete pulgadas. ¡Qué ironía coleccionar la música con la que ibas a morir! Guardé el pequeño disco en mi mochila, con mucho cuidado como si se tratase del alma de mi hermano y compré un pasaje al destino más lejano que me permitía mi poco presupuesto.   


          Estuve varios años viajando entre varias ciudades, escribiendoles a mis padres y haciendo oído sordo a sus súplicas para que regresara. Durante mi propio exilio de la vida y en un arranque de una borrachera y nostalgia decidí hacerle frente a la canción. Me tatué en el pecho: “Please don’t take my sunshine away”. Pensé que si la hacía parte de mí ya no tendría el mismo efecto cada vez que lo reproducía en mi mente. Solo conseguí que cada vez que me miraba desnudo frente al espejo veía a mis padres suplicándole a la muerte que no se lleven a su hijo. Yo vivía, mi hermano no.   

    Había conseguido una vida plena, acompañado con los malos recuerdos y miedo a la muerte. Pero tranquilo y seguro. Todo iba de acuerdo al plan hasta que Elena apareció. No fui lo suficientemente hábil para alejarla. Ahora, años después, creo que inconscientemente quería comprobarme a mí mismo que había vivido engañado toda mi vida. Que las personas no solo piensan en dañar a los que más aman. Me equivoqué cuando dejé que se quedara una noche, me equivoqué cuando le dije que la amaba. Me equivoqué cuando bajé la guardia. Entonces fue como si la vida hubiese decidido darme un descanso, otra oportunidad. Conocerla fue como si de repente aquel año nuevo, en el que mi vida se estancó, recién comenzara.

    Aprendí a sonreír más, a reemplazar la percepción de mi futuro. Mi vida se fue pintando de diversos colores y en el patio trasero de mi historia empezaban a florecer algunas que otras flores. Nos casamos y tuvimos un hijo. Cuando lo cargué por primera vez creí ver a Daniel, así que lo abracé y le susurré bien bajito que nunca lo dejaría ir. Tras la continua insistencia de Elena acepté visitar a mis padres. Empacamos todo y lo colocamos en la camioneta que su papá nos había prestado. Sería un viaje de casi doce horas, todo parecía parte de un sueño hasta que en la radio sonó esa canción. Sentí que perdía el control. Sentí que tanto la muerte como el tiempo estaban furiosos conmigo por creerme lo suficientemente valiente como para dejarlos de lado, porque había vuelto a disfrutar de los días que pasaban. Me detuve en seco, mi pecho empezaba a cerrarse y un agudo sonido constante empezaba a ensordecerme. Este es mi momento, es aquí donde volveré a ver a mi hermano. Pero cuando creí que ya no podía más sentí la mano de Elena sobre la mía y la miré a los ojos. Comencé a llorar y ella me preguntó qué pasaba. Le confesé cómo el fantasma de mi hermano me había perseguido por todo estos años y no me había dejado ser feliz.  De cómo un solo suceso había deshecho la vida de mi familia. Ella sostuvo mi rostro con ambas manos. Me daba vergüenza verla a la cara. Pero ella me pedía que la mire. Lo hice y me sentí expuesto. Como si fuera otra vez ese niño de ocho años que creía haber matado a su hermano. Me pidió que me calmara y me dijo algo que nunca había comprendido: “Todo lo que has vivido te ha traído hasta aquí”. La observé y sentí que fue hermoso haberme equivocado con ella y dejado que entrase en mi vida.     

    Arnold Camus
    Arnold Camushttp://www.arnoldcamus.com
    ¡Hola! Soy Arnold Camus, comunicador de profesión y lector por amor. Hace 10 años creo contenido para Leerlo Todo, un espacio en la internet donde comparto sobre los libros que leo, los que quiero leer y noticias del mundo literario.

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