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    Nueve letras, cinco consonantes y cuatro vocales (Cuento)

    ¿Cómo es posible que dos palabras puedan crear tremenda catástrofe mental? Dos palabras, nueve letras, cinco consonantes, cuatro vocales, dos signos de interrogación fueron los culpables de mi cortocircuito interno.

    Por fuera seguía manteniendo los labios bien estirados, con ambas esquinas levantadas, tratando de no evidenciar que aún no estaba preparada para responder una pregunta de ese calibre. La culpa era mía. Me refiero a exponerme de manera tan temprana a situaciones sociales como estas y no a mi actual estado emocional. El culpable de esto último aún no lo tengo claro pero por el momento quiero pensar que la culpa es de Renato. El ser humano más horrible sobre el planeta tierra, al menos para mí. Era el único responsable de que no pudiera responder una pregunta que a primera vista parece simple: “¿Cómo estás?”

    Examino mi situación desde fuera y me parece ridícula mi incapacidad para no responder. Es decir, ¿quién carajos responde con la verdad a tal pregunta? Hemos crecido con un adiestramiento en el que la respuesta siempre es automática. No hay un doble proceso, es simplemente una reacción: 

    —¿Cómo estás?

    —Bien

      Siempre es así, no importa nada de lo que realmente esté pasando por tu mente o por tu corazón. La respuesta es “bien”, así lo que realmente quisieras gritar sea: “HASTA EL CULO”. Tal vez eso es lo que le debo responder al tipo este que se ha acercado a mí para hacerme esta pregunta.

    ¡Qué atrevido para hacer semejante pregunta! Me quejo internamente.

    Recuerdo haberlo visto una que otra vez en alguno de los cumpleaños de mi hermana, pero su nombre no aparecía en el registro de mis recuerdos. Soy pésima con los nombres, y la mejor evidencia que tengo es que por casi un año pensé que Renato se llamaba Gustavo. Ese hecho fue el causante de nuestra primera conversación, una conversación en todos los términos. Esas que van más allá del “hola, ¿todo bien?” y un “sí, y ¿tú?”, finalizando con un “bien gracias, te veo”. 

     Esa vez Renato, quién era “Gustavo el chico guapo del área legal para mí” se ofreció ayudarme a subir una caja de botellas de vino. Era la fiesta de fin de año de la oficina y habíamos alquilado la terraza del edificio para celebrarlo. 

     Cuando entré a toda velocidad por la caja no me di cuenta de su presencia y solté un grito cuando me dijo:

      —¿Necesitas ayuda?

     Me llevé la mano al pecho y, luego de que hubiese recuperado la respiración y mi ritmo cardíaco se estabilizó, recuerdo que empecé a reírme. Tal vez era culpa del par de copas de champagne que llevaba encima, no lo sé.

      —Casi me matas de un susto Gustavo —dije con seguridad única.

    Una vez subida la caja le agradecí repetidas veces como una grabadora que estaba atascada. Obviamente seguía usando el nombre incorrecto. Entonces sucedió algo que no vi venir, él se acercó más de lo socialmente permitido y me dijo cara a cara: “mi nombre es Renato, mucho gusto”. 

    Enmudecí, pero fue un enmudecimiento totalmente diferente por el cual estoy pasando ahora. En ese momento podía sentir como si estuviera ascendiendo al cielo. Empujada por la cantidad de sensaciones que su profunda mirada  y esa sonrisa perfecta, de las que juras que son resultado de algún retoque digital, desataron en mí. 

    En cambio, en este preciso momento sentía todo lo contrario. Era como si estuviera escarbando mi camino fuera del infierno. Un infierno en el cual ambos caímos hace mucho tiempo pero ninguno de los dos quiso darse cuenta.

    ¿Pero en qué momento sucedió esto? ¿En qué momento ocurrió esta transición entre el amor y el odio? ¿Cuál es la razón por la que cada mala decisión buscábamos solucionarla con otra mucho peor? Hay cosas que deberían enseñarnos desde pequeños, incluso con cursos en el colegio. Una de esas cosas es poder entender el complejo sistema de nosotros los seres humanos para relacionarnos. Hemos conseguido automatizar procesos que a simple vista son más difíciles. Podemos enviar mensajes instantáneos al otro lado del mundo o incluso llegar al espacio.

    El hombre ha tocado la luna pero no sabe amar. 

    Una oleada de nerviosismo recorre todo mi cuerpo y en situaciones como estas había agarrado la manía de jugar con el anillo que llevo en la mano izquierda. Sin pensarlo, llevo mis dedos hacia mi anular izquierdo para recordar que hace dos días que lo lancé por la ventana del departamento en un ataque de histeria. Algo de lo que horas después me arrepentí, mientras buscaba la sortija de oro entre el barro del jardín delantero. No estaba segura si la tierra se había convertido en lodo con la lluvia o las lágrimas que se caían mientras cavaba con mis manos huecos pequeños de tierra. ¿Por qué lo buscaba si lo último que quería era recordar que estaba casada con un hijo de puta como Renato? No lo sé, no estaba segura de nada. ¿alguna vez lo he estado? Aparentemente no.

    Me sentía expuesta, como si estuviera desnuda en la mitad de esta sala. De reojo podía ver como todos continuaban con sus vidas. Entre sonrisas, choques de copas y abrazos. Pero mi vida parecía en pausa. Presioné mis labios para tensar todo mi rostro y evitar que el líquido que bordeaba mis pestañas termine por deslizarse. Qué complejo resultaba todo este ciclo del amor. Ese podrido sentimiento que me había desmantelado por completo. Se había llevado mi felicidad, mi seguridad y mi capacidad de razonar con cordura antes una simple pregunta. 

    Y en lo que en el mundo real fueron unos diez segundos, después de tanta parafernalia mental respondo con dos palabras, nueve letras, cinco consonantes, cuatro vocales, un espacio y sobre todo una mentira: “Estoy bien”.

    Arnold Camus
    Arnold Camushttp://www.arnoldcamus.com
    ¡Hola! Soy Arnold Camus, comunicador de profesión y lector por amor. Hace 10 años creo contenido para Leerlo Todo, un espacio en la internet donde comparto sobre los libros que leo, los que quiero leer y noticias del mundo literario.

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